lunes, 18 de mayo de 2009

"EL MILAGRO"

CAPITULO DIEZ

Las cartas estaban jugadas. Bombear el partido que decidiría el destino de Mercedes era su destino.
Su gran idea, la gran solución, el fin de los problemas, terminaría en un partido arreglado entre El Gobernador y el choto de Mateo.
Peralta durante toda su vida fue tildado de vago, atorrante, inútil, ñoqui y cuantos adjetivos quieran ponerle a su vida lánguida. Pero nunca le dijeron vendido, traidor o deshonesto. Palabras que le rondaban la cabeza y que sabía que lo acompañarían hasta el día de su muerte.
Sentado en el banco de los vestuarios esperando la hora del comienzo del partido, Peralta no podía calmar el temblor de sus rodillas ni el sudor frio que recorría su espalda cada vez que pensaba en lo que estaba por hacer. Pedía, rogaba por un milagro. Algo que lo salve de su destino.
Pero nada, miró el pequeño reloj que colgaba de la pared al lado de la foto de “El Pocho” y Evita. Era la hora 16:25, momento de darle rumbo a su desastre como persona.
-Si me viera la vieja- pensó, se hizo la señal de la cruz y salió a la cancha.
Apenas piso el césped, levantó la mirada y pudo ver que todo el pueblo estaba en la cancha, no entraba un alfiler. Todas las miradas caían sobre su cabeza.
Peralta miraba a un lado y al otro, buscaba ese milagro.
-Como mierda pudo cambiar tanto la cosa, la concha de la lora, como mierda.- murmuraba el constitucional devenido en árbitro.
Los equipos estaban en la salida de los vestuarios como leones atados esperando la orden de Peralta para saltar a la cancha.
Cuando el juez levantó los brazos y estaba a punto de dar la indicación de que entren al campo, se escucho un silbatazo.
De la tribuna no faltó quien gritara: ¡¿Qué cobras abombau?!
Pero no fue Peralta quien sonó el silbato, fue un personaje que hasta el momento se mantuvo al margen de lo que ocurría en el pueblo. Era el comisario, un gordo bastante desprolijo en su uniforme, de piel grasienta, casi calvo y con un evidente problema de alcohol.
Siguió tocando el pito desaforadamente por unos segundos más y tambaleando lo encaró a Peralta.
-Dígame… ¿Usté es Peralta?
Sorprendido Peralta, a esta altura creía que todos lo conocían. Respondió que si moviendo la cabeza tímidamente.
-Dígame… ¿Usté se afanó una bici, no hará más de un rato atra?
-Sí, déjeme que le explique. Yo en realidad no me la robe, yo… yo…
-Dígame - interrumpió la explicación de Peralta- ¿usté sabe de quién era la bici esa?
-No señor, pero déjeme…
-No le dejo nada, esa bici es de mi hija, la Camila, que fue al centro para comprar pan, vino, un paquete de tabaco, unos 100 gramos de aceitunas negras y un pedazo de queso cascara colorada para venir a ver el partido. Usté no se imagina como se puso la Camila, cuando vio que no llegaba a tiempo pa las casa con el recau. Así que ahora mi amigo usté se me viene conmigo demorau a la comesaria por hurto.
- Pero vea, comisario. Yo soy el árbitro. Si mi presencia no hay partido.
La gente los miraba en el centro de la cancha y se miraban ellos, no se escuchaba ni una mosca en las tribunas, como si un silencio sepulcral se adueñara de los gritos.
-Nada, nada usté se viene conmigo y san se acabó.
Lo tomó por la espalda y le puso las esposas, cuando se marchaban rumbo a la comisaria, de un costado salto Román.
-Ezpere don Cozme, que haze? Ezta borracho que no ze da cuenta que es el árbitro y que zin él no hay partido?
-¡Como que borracho! - dijo enojado el comisario - ¡Vos también te venís demorau para la comisaria por desacato a la autorida!
Y se los llevó a los dos ante la mirada atónita de todos los presentes. El Gobernador no pudo detenerlos porque estaba en el baño producto de un choripan.
Y así fue como de camino a la comisaria Peralta supo que era el milagro que tanto pedía. Y mirándolo a Román que de tan caliente ya ni se le entendía le guiño un ojo y le dijo:
- Quedate tranquilo pibe que está todo bien.
Y se subió a la furgoneta con una mirada tranquila.

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